CUANDO UN AMIGO SE VA
¿Cómo va uno a un velatorio? Tuve una duda, una pregunta estúpida cuando me vestí para ir. Nunca había estado en uno.
-Indudablemente, como va uno, es lo que menos importa.
“Siempre nos juntamos entre amigos. Es una de las cosas que en la vida no vale la pena perderse”. Ese fue el pensamiento, el primer pensamiento, cuando me levanté ese lunes.
Lamentablemente, era un día bastante distinto. Nadie se quería juntar, no de esa manera ni en ese lugar. Habíamos recibido una de las peores noticias que alguien puede recibir: la partida de un ser querido. Y aunque levantarse fue duro, era necesario.
La ceremonia de despedida fue ese lunes, un día y monedas después de su ida física. A las 9 estuvo pactado el arribo de todos. Sin embargo cuando llegué, ya habían entrado.
Como si perteneciera a otro universo, adentro se respiraba tristeza. Lo único que separaba los dos mundos era una puerta de vidrio. Cuando entré, un cartel indicó la sala en la cual se llevó a cabo la ceremonia. Eran tres pero, ese día, sólo se utilizó el salón “B”.
Subí las escaleras y, rápidamente, el ambiento empezó a transformarse.
Fui parte de ese cambio. El saludo con los que estaban me pareció eterno, necesariamente eternos. Cada uno lo tomó de distintas maneras. Los recuerdos desfiguraron mi cara. Llorar, simplemente, es lo que a la mayoría nos nació.
El desconsuelo de encontrarme con gente que no veía hace muchos años afirmó ese sentimiento de que algo malo había pasado.
Pero eso fue sólo una parte, la de la espera. Otra sala interna guardó un cajón. Un cajón que no representó ni un cuarto de su lucha. Un cajón que no representó la personalidad. Un cajón que no representó ninguna de las convicciones por las cuales luchaba. Sin embargo, por esas cosas de la vida, era un cajón el que lo vio por última vez. Un cajón que representó nada más que un triste adiós.
Desde hace decenas de miles de años que los hombres entierran a sus difuntos. Hoy, sin saberlo, todos seguimos conmemorando la partida. El reloj marcó las dos, fue la hora de continuar con ese rito histórico e irse al cementerio.
De ida lenta, como no queriendo llegar a destino, una caravana de autos emprendió el camino. Primero, dándoles la mala noticia a los otros conductores, iba el coche fúnebre. Detrás, los autos que trasportaban individuos desbordados de tristeza.
Al llegar al cementerio, los vehículos se detuvieron en una pequeña capilla que estaba en la entrada. Fue el tiempo de la bendición final. Acompañado por 4 personas, dos de cada lado, llevaron al ataúd dentro del oratorio. Rodeándolo y agarrándonos de las manos, un cura comenzó con la oración.
No duró mucho, lo justo y necesario para avisarle al de arriba que ahí va uno más. Uno más para él (si en verdad existe), pero no para todos los que nos acercamos a despedirnos ese día.
No del mismo modo ni de la misma manera pero sí con el mismo sentido, unos 35.000 años después del paleolítico, seguimos conmemorando la partida. Es así que se entiende a la muerte como la necesidad existencial para el proceso de la vida y no como un fin de la misma.
Su cuerpo abandona el mundo terrenal para irse quién sabe a dónde. Pasmado por la pérdida, se le dice “hasta pronto” con lágrimas cayendo por toda la cara.
Sobre la caja marrón se rompen los pesados terrones polvorientos. Paleadas tras paleadas de tierra cubren la fortaleza de madera que envuelve el cuerpo de un amigo. En donde el habitante duerme un sueño tranquilo y verdadero.
Los sepultureros se retiran del lugar para seguir con su día laboral. Brindan su pésame y continúan hacía otra parte del cementerio, donde una nueva familia espera por sus servicios.
Difícil es decir que se murió, porque es aceptar que ya no está. Pensar que no está, es haberse olvidado de esa persona. Y olvidarse es algo que no va a pasar. Porque, como dice Cicerón: "la vida de los muertos está en la memoria de los vivos".