Crónica de la feria paraguaya platense
—Carlitos sí que la tiene grande, no la puede ni agarrar —gritó adentro del baño de hombres sin darse cuenta que la voz retumbaba afuera, en el patio.
—La puta que tenés razón, ¡qué pedazo! — asintió mientras miraba la entrepierna del hombre que lo separaba del primero.
—¡Shh! Dejensé de joder, no me hagan pasar vergüenza —respondió Carlitos poniéndose colorado y apurándose para salir de allí.
Cuando los tres salieron, unas señoras no dejaban de mirarlos. Estaban sentadas en un banco entre los únicos dos baños del lugar, no entendían como esos grandotes gritaban eso. Una de ellas se sacó los anteojos culo botellas y siguió con la mirada a Carlitos, hasta que se perdió entre los pasillos de los puestos.
Unos niños estaban tranquilos en el mismo banco de madera despintado. Pero a ellos no les importó, no entendieron nada de lo ocurrido. Se levantaron cuando el dueño del carrito de pochoclos y garrapiñadas volvió a su puesto. Hicieron la fila y compraron las golosinas.
En el paseo del sur, más conocido como la feria paraguaya de 96 y 117, había capacidad para 270 puestos divididos en toda la cuadra. El piso era de cemento y no se habían edificado paredes, los stands funcionaban como tal. Ocho pasillos verticales y dos horizontales (uno en la mitad y otro en el final) se abrían entre las casetas y daban espacio para que las personas miraran la mercadería. Los que se acercaban hasta allí aseguraban que era lo más parecido a “La Salada” en todo La Plata.
En las cercanías del lugar, las personas con terrenos baldíos aprovecharon la oportunidad de ganarse algo de plata. Habían transformado los corrales en garajes al aire libre y cobraban desde $2 hasta $4 todo el día. No daban papeles, ni cobraban por adelantado. Cuando el conductor volvía, le decía que auto era el suyo y si concordaba con la memoria del guardacoches se lo llevaba sin problemas.
Pero no era el único negocio al aire libre. Una anciana, que estaba sentada muy cerca del portón de la feria, vendía todo tipo de animales: conejos, gallinas, perros, gatos y pajaritos.
Todo esto antes de entrar. El interior estaba separado por un portón que tenía pintado los días en que abría el lugar: “Jueves, Sábados, Domingos y Feriados”. La puerta quedaba siempre abierta: de 10 am a 10 pm. Dos bellas mujeres, con calzas negras, repartían volantes en la puerta; daban la bienvenida y el adiós.
Los precios eran llamativamente bajos y las hipótesis que se tejían eran variadas: mercadería robada, todo era trucho, que la ropa la confeccionaban en talleres clandestinos, entre otras. Desde el Té Chino del Doctor Ming, pasando por los DVDs y llegando a la perfumería, la gama de mercancía que se podía adquirir era mayor de lo que cualquiera pudiese imaginar en este tipo de mercados; hasta había una peluquería con un cartel que decía “entre de a uno”. Pero la indumentaria era el producto más vendido y que, por lo tanto, más puestos acaparaba. En términos generales, la ropa era muy similar en la mayoría de los stands, aunque existían casos en donde la calidad y el estilo marcaban la diferencia.
Cada puesto era un mundo diferente. Lo más llamativo lo representó la música: a medida que se avanzaba por los pasillos llenos de productos colgados de perchas estratégicamente ubicadas, las orejas vibraban. Una radio, una computadora, un mp3, cualquier cosa servía para llamar la atención y ponerle onda al momento.
Había zonas por donde no se podía pasar debido a la cantidad de personas que transitaban. Un puesto de venta tenía, además de la música a todo trapo, luces de neón (azules, verdes y rojas) colgadas en el techo y entre la ropa. El colorido llamó mucho la atención de los adolescentes que miraban la vidriera desde uno de los pasillos. Le interrumpieron el paso a otro joven con un cuaderno y una lapicera en la mano. Tenía los auriculares puestos y bailaba mientras caminaba. Cuando, por fin, pudo pasar fue hasta diferentes puestos por el cobro semanal. Anotó cuanto le habían pagado de alquiler y tachó, en el cuaderno, el número de la casilla del que consiguió el caudal. Pero no era el único; una mujer, de unos 20 años, también recorrió el lugar en busca de la recaudación. No tenía cuaderno y exhibía una billetera negra llena de dinero.
Mientras la gente seguía transitando por los pasillos, que a la tarde ya parecía una autopista, una señora con el pelo atado por una red y una bandeja con comida caminaba rápidamente. Esquivaba, con dificultad, a los clientes y tropezó con uno de los tantos maniquíes que rodeaban los puestos.
Todas las personas llevaban bolsas en las manos. Parecía imposible no comprarse algo allí. Varios puesteros ya se quedaban dormidos: una mujer gorda, estaba sentada en una reposera con los brazos cruzados; un joven bajo una media sombra se encontraba recostado con la boca abierto; otro hombre con la cabeza apoyada sobre la maya de alambre, se relajaba por los masajes de su hija. Los que seguían despiertos demostraban, de cualquier manera, su cansancio: bostezaban con los ojos irritados y apoyaban una mano en una oreja sostenidos por el codo en la mesa.
—Perdón que lo moleste —le dijo una señora tocándole el hombro a un señor medio dormido.
—Yaaaaawwwwwwnnnnn.
—Necesito este pantalón en talle 36.
—36 no tengo, pero lo tengo en 40.
—No, ese talle me queda muy grande. ¿En 36 que tiene?
—Hoy no me quedó nada.
—¡Qué lástima!, con lo lindo que es ese pantalón. Bueno, no importa, perdón por haberlo despertado.
—A sus servicios señora.
Mientras la señora se estaba yendo, golpeó –sin querer- contra uno de los juguetes del hijo del puestero. Lo tomó y lo puso debajo del puesto, junto a otros chiches que el nene guardaba. La familia entera pasó el día en ese lugar. Desayunaron, almorzaron, merendaron y cenaron sentados al lado de la ropa. Era una escena bastante repetida. Pocas veces se salía del laberinto: a fumar, porque estaba prohibido ahí adentro, era una de ellas.
¿Qué gusto tiene la feria?
De todos los puestos de venta, 249 eran los que se usaban por vendedores (la capacidad era de 270 pero algunos ocupaban más de un stand). Pero no era lo único; también había cuatro kioscos, dos restaurantes y una heladería que conformaban el patio de comidas.
La comida era otro de los negocios con los que contaba el paseo del este. Pizza, choripanes, comida asada, hamburguesas completas desfilaban por todos los lugares en donde se preparaban los platos. En este lugar no regían las normas de Salud e Higiene: una mujer gorda y con el esmalte rojo de las uñas saltado, agarró una rodaja de tomate apoyando todos sus dedos sobre la verdura y colocándola, con la misma brusquedad, sobre la lechuga que estaba encima del pan. Una fina hamburguesa, mientras tanto, se cocinaba en una placa de hierro caliente por donde pasaba, sin saberlo, sus largos cabellos ásperos.
Sin embargo, a nadie pareció importarle esto. Carlitos se detuvo en ese puesto pequeño para hacer su after-hour. Pagó los $16 de su hamburguesa completa y, sentado en una de las mesas con sombrillas que hay bajo el sol, miraba sus pies gordos que pedían a gritos descalzarse. Terminó la pequeña panzada y buscó una ensalada de frutas por $10.
Cuando volvió, su asiento estaba ocupado por una pareja de borrachos. Él estaba más que ella. Sobre la mesa, un vaso con Coca-cola se desbordó y la espuma cayó por todo el mueble. Cuando se intentó levantar de la silla, por pedido de Carlitos, se tropezó con la misma. Adentro no se podía tomar alcohol y tampoco se vendía.
La seguridad de civil vio el estado del hombre y lo llevó a la enfermería profesional (contaba con un tubo de oxígeno, una silla de ruedas y los insumos básicos). Allí se quedó con uno de los dos bomberos permanentes con que cuenta el lugar. El guardia volvió a su tarea sin preocuparse por lo que le pasaba al más borracho, que se fue luego de que se le pasó el alcoholismo.
Carlitos miró a su alrededor y buscó a sus dos amigos que vinieron con él. Ya estaba cansado y no era el dueño del auto con que llegaron a la feria. Tomó el celular y llamó para encontrarse en la puerta. Volvió a ver a sus compañeros que quedaron con la idea de ponerse un puesto de ropa y trabajarlo.
—Es un negoción Carlitos, es un negoción.
—Vos no tenés paciencia, acá los locos no caminan. Te agarrarías a piñas.
—Pero vale la pena, ¿Sabés la plata que hay acá? Se mueve millones por día, se mueven —cierra mientras le dijo a Carlitos algo que leyó por algún lado sobre un estudio de las ferias argentinas que hizo la Unión Europea.